Tengo recuerdos de una infancia muy feliz, especialmente cuando iba con mis padres al pueblo a visitar a mi abuelo, un ganadero que había dedicado toda su vida a las vacas. Vivía solo desde hacía varios años y decía que sus cuatro vacas le servían para distraerse.
Esta vez el motivo de la visita era celebrar mi cumpleaños con él, porque además de tener el mismo nombre, dio la “casualidad” que nacimos el mismo día del año. Yo tenía tan solo 8 años recién cumplidos, pero aún puedo recordar todas las sensaciones que viví aquel domingo radiante de otoño.
Llegamos a su casa muy temprano y como siempre, después de darnos un abrazo, mi abuelo y yo nos fuimos juntos al establo donde estaban las vacas. Mientras que él trabajaba yo le ayudaba en todo lo que me pedía, y sin parar de hacer cosas estuvimos hablando durante horas.
-Abuelo, ¿por qué te gustan tanto las vacas?-pregunté con gran interés.
-Pues mira hijo, me gustan mucho porque toda mi vida me he criado con ellas. Cuando yo era como tú también ayudaba a mi padre con las vacas, y mi abuelo, al que no conocí, también las tuvo. Vengo de una familia de ganaderos comprometidos con su trabajo, y aunque conozco el esfuerzo y el sacrificio que supone a veces ‘estar al pie del cañón’, no lo cambiaría por nada.
Escuchar a mi abuelo hablar con tanto orgullo y entrega de su profesión, me hacía admirarle todavía más. Y hasta podría decir que era uno de mis héroes favoritos.
-Abuelo, cuando sea mayor quiero ser ganadero como tú. ¿Cuántas vacas has llegado a tener?
Mi abuelo sonrió y me contestó:
-Uff, creo que fueron 54 vacas si no me falla la memoria. Eran otros tiempos…
-¡Hala, cuántas vacas abuelo!-respondí admirado.
Mi abuelo volvió a sonreír y mirándome fijamente me dijo:
-Si quieres ser ganadero tendrás que prepararte muy bien para llegar a ser el mejor.
Y así, empezó a contarme todo tipo de experiencias que había tenido a lo largo de su vida profesional. Su emprendimiento, sus conocimientos, su continuo aprendizaje, e incluso sus inquietudes después de tantos años. En esos momentos me sentí cautivado por la sabiduría, el espíritu, la ilusión y la pasión que mi abuelo me estaba transmitiendo, y que dejaría en mí una huella imborrable. Le escuchaba entusiasmado y no podía dejar de pensar que mi sueño era ser ganadero y tener 54 vacas igual que mi abuelo.
Se iba acercando la hora de comer y comenzamos a recoger todo para marcharnos. Ayudando a mi abuelo a cerrar el establo, empujé con fuerza la antigua puerta de madera, y con un pequeño trozo de ladrillo que me había encontrado en el suelo, dibujé sobre ella el número 54, porque desde ese momento se había convertido en mi número favorito.
Ese fue el último día que compartí momentos tan felices a solas con mi abuelo en el establo. Pocos meses después, él falleció y dejamos de ir al pueblo durante muchos años, hasta que por “casualidad” la vida me llevó de nuevo allí…
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