Vivir para ordeñar, ‘Panem e circensis’
ARTÍCULO PREMIUM
VIVIR PARA ORDEÑAR
Panem e circensis, mientras dejamos a su suerte a la España rural
Eduardo de Ramos (Ingeniero Agrónomo)
“A la clase política y las autoridades no les interesa que la gente viva en el mundo rural”. Este es el titular, claro, conciso y sin complejidad en sus palabras. Y también es el motivo por el que no impulsan políticas factibles, reales y determinantes para la ya casi olvidada en los medios y en sus debates España Vaciada (o Vacía); porque de vaciarla se han ocupado ellos, que tantos telediarios y páginas ocupan cuando se avecinan procesos electorales.
Mientras que las ciudades, cuanto más grandes más se llenan, se atestan de millones de habitantes, a los que no les queda otra que pelearse económicamente por sus recursos vitales; el campo, los pueblos y las aldeas se mueren.
En este frenesí, la calidad de vida decrece en los dos espacios, generando problemas en ambos y, por si fuera poco, destruyéndose el tejido social y las infraestructuras de las zonas más despobladas.
>>> Pero, ¿por qué no interesa el campo? Es sencillo, el control del ciudadano (y de su voto, no se olvide esta parte) es mucho más sencillo en el entorno urbano. Pan y circo. No es nada nuevo, los emperadores romanos ya dominaban esta técnica. Es decir, es mucho más fácil tener amilanadas, adormiladas, entumecidas o anestesiadas a las personas desde el entorno urbano.
En este entorno, el volumen de estímulos frenéticos es mayor, la desinformación real también lo es e incluso la educación y el conocimiento sobre la realidad de cuestiones tan básicas como la procedencia de los alimentos, el concepto sobre los animales o el conocimiento del medio natural caen en declive estrepitosamente.
Por el contrario, las estructuras sociales más sencillas y menos numerosas como es el caso de la España Rural, hacen valorar cuestiones tan fundamentales como las relaciones interpersonales basadas en los valores, la importancia del trabajo y del esfuerzo; ver la naturaleza con las gafas del conocimiento profundo de esta y, sobre todo, vivir sin tener puesto el antifaz que impide discernir la vida de rosas, esa que no existe, de la realidad, apreciando sus bondades y asumiendo sus crudezas y crueldades, que no son pocas, sin la falsa sobreprotección de quienes están en los sofás de sus apartamentos o en los centros comerciales.
Sin embargo, el problema se extiende y se agrava cada vez más.
En las grandes ciudades, capitales más densamente pobladas, la vivienda en alquiler o en propiedad se convierte en un lujo casi un inalcanzable, los desplazamientos se vuelven tediosos, las avalanchas de gente a la hora de acceder a cualquier servicio (no hablemos del ocio) se convierten en habituales y sus habitantes no conciben otra realidad, pues están acostumbrados a ello y es lo que hay, todos queremos vivir así. A su vez, se intentan desarrollar más infraestructuras y servicios, con la complejidad de encajarlos en entramados físicos y sociales cada vez más complicados por su volumen.
En el otro extremo, las aldeas y pueblos pequeños se han convertido en reductos entre semana, y zonas algo más pobladas los fines de semana y periodos vacacionales, sin tener ningún servicio, en muchos de ellos sin ni siquiera una pequeña tienda de alimentación y productos básicos.
Las cabeceras regionales, pueblos más grandes, y las capitales de provincia pequeñas ven mermados sus servicios, oferta cultural e infraestructuras. En esta tesitura, el tejido productivo se desplaza a zonas mejor comunicadas y la población en busca de trabajo, servicios, comercio y una oferta de ocio mayor también lo hace, sumiendo a las citadas zonas en una espiral descendente y sin fondo.
Esta es la realidad en la que habitamos, problemas en el campo y problemas en las grandes ciudades por motivos completamente opuestos y una acuciante falta de gestión para cambiar las tornas hacia un modelo o estructura más sostenible en todos los sentidos.
No es necesario mirar muy lejos para encontrar soluciones, aunque sean basándonos en lo que otros de nuestros vecinos europeos han desarrollado para evitar tener el mismo problema, pero, una vez más, es por conflicto de intereses; de sus intereses.
¿Por qué no favorecer una red de cabeceras fuertes, capitales de provincia dotadas de todo lo necesario y, por ende, pueblos cercanos a las dos anteriores en los que pueda accederse en tiempos y formas asumibles a cualquier necesidad?
Puede hacerse de forma sencilla, a través de diversos mecanismos, si bien uno de ellos pudiera motivarse desde la reducción fiscal a empresas y particulares que decidieran instalarse en aquellas zonas que pueden catalogarse como en riesgo de despoblación. Este incentivo ayudaría a fijar población en dichas zonas de forma directa, pero es un dinamizador inequívoco, pues de forma indirecta se fomentaría el desarrollo de otras actividades económicas y empleos que, con su presencia, atraerían población y tejido empresarial cuya necesidad de infraestructura de comunicaciones y transporte, entre otras, son una realidad. Con ello, y de forma accesoria, retornaría la oferta de ocio, cultura, restauración…a las zonas donde antes había dejado de existir, pues contaría con interés de los inversores como actividad económica rentable.
De la misma manera que se resolvería el problema en las zonas citadas, se resolvería en las grandes ciudades, desplazándose parte de su población y aliviándose las problemáticas ya expuestas. Así, el modelo estructural de la población se convertiría en sostenible en términos económicos, en términos medioambientales y en términos sociales, con un mejor desarrollo vital para los ciudadanos.
Y bien, ¿en qué impacta esto sobre la actividad agropecuaria, sobre la ganadería? La relación es directa y unívoca.
Los males endémicos que afectan al sector se encuentran estrechamente relacionados con la problemática expuesta. En primer lugar, de solventarse la situación descrita, se favorecería el relevo generacional y el interés laboral en el mundo de la producción ganadera, fijándose población en las zonas en que se desarrolla la actividad, por propio interés en la actividad, cuya consideración y remuneración se vería mejorada.
En segundo lugar, los servicios asociados a la ganadería, tales como sus proveedores y otros profesionales y técnicos del sector, podrían ser mucho más competitivos, pues, por un lado, podría favorecerse un mayor desarrollo de la actividad por las mejoras en infraestructuras y, por otro, reducirían sus costes de gestión y transporte, pues podrían ubicarse en las cercanías en todo caso.
En tercer y último lugar, se favorecería el consumo local de productos, mejorándose tanto la calidad como el precio, algo que antaño era sumamente común y que se ha perdido debido a la falta de industria de transformación en cercanía, pero también, sobre todo, a la baja demanda local por los bajos niveles de población en algunas zonas, que no absorben y demandan toda la oferta generada.
En definitiva, echar a andar la máquina del sector primario y de las zonas rurales está al alcance de nuestros gobernantes; es positivo para el conjunto de la sociedad y es necesario para lograr un modelo de país sostenible en todo término. ¿Podrán darse cuenta a tiempo y mirar más allá de sus sillones? ¿O habrá que esperar a que la situación sea tan insostenible que haya mermado sin solución la calidad de vida del conjunto de la sociedad?
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